MENSAJE A LA VIDA RELIGIOSA
"Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad
avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y
permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo,
sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentó en aquella
misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la
redención de Jerusalén" (Lc. 2, 36-38).
El Evangelio de la liturgia de hoy, nos pone de cara a una mujer, otra de esas, que rompen la noche y
se aproximan revestidas de fidelidad y amor creativo al Alba. Se trata de Ana, la profetisa, la mujer, la
creyente. Es la mujer que permanece, que resiste, que persevera, que no se da por vencida. Es la que
revestida de fidelidad y movida por el amor, se atrinchera en el Templo, en el lugar de la memoria y
del encuentro. La anciana que conoce muy bien la promesa y espera contra toda esperanza, porque
sabe que se aproxima el Mesías, es la que con “ternura y coraje, busca a Jesús que salva”
También hoy nos maravillan las mujeres que oran y sirven. Las que no aparecen, pero desde el
anonimato sostienen la esperanza de quienes se les acercan. Resistiendo, acompañándose unas a
otras, soñando con un futuro mejor. Y sabemos, porque lo hemos visto tantas veces, que estas “Anas”
de nuestros días no se desgastan en lamentaciones, levantan la cabeza, sostienen con entereza la
mano frágil de aquellos a los que aman y acompañan, se abren camino por entre la incertidumbre,
vencen el miedo y entonan con fe un canto indignado, resistente y esperanzado, aferradas al Dios que
las sostiene, al mismo que en las noches espesas de la vida es su única luz.
Ana estaba habitada por un vacío, la acompañaba una sed, la envolvía una profunda y radical pobreza.
Era viuda, conocía el amor y la carencia. Sabía de compañía y había besado ya por muchos años la
soledad. Lo suyo, era la fidelidad, por eso, “no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en
ayunos y oraciones”.
El encuentro es la fuente en la que toda pobreza encuentra la manera de abastecerse. El niño llegó al
Templo y la habitó llenando todo vacío. Ella lo reconoció inmediatamente, era el bien deseado, el amor
anhelado, la riqueza ante la cual todo lo demás se hace relativo. La experiencia de la plenitud que da
el amor, la condujo al anuncio, se dedicó a alabar y a hablar del niño.
Como la Ana del Evangelio, venimos de reconocer nuestras pérdidas. Algo escasea en nuestra Vida
Religiosa, esperar se nos ha hecho lo cotidiano. Pero Dios no cesa de manifestarse, Él sigue abriéndose
camino por el Templo, por la plaza pública, por los caminos polvorientos de nuestro Continente.
Acontece como el único capaz de darle plenitud a la vida, de saciar nuestra carencia.
La experiencia de nuestra pobreza personal, comunitaria e institucional, del límite y de la fragilidad,
fortalece nuestra esperanza y nos hace más aptos para caminar con otras/os, para solidarizarnos y
ejercitarnos en la necesaria misericordia. El encuentro con Jesús, da a nuestra pobreza su justa
medida, nos sabemos creaturas, experimentamos que todo es don y nos disponemos para el anuncio.
La experiencia de sabernos visitadas/os, habitadas/os por la gracia, nos conduce a la profecía. Como
Vida Religiosa encarnada en medio de los más pobres, nos corresponde pronunciar palabras que le
devuelvan a los más débiles su porción de esperanza, de alegría y de dignidad.
Ana es sin duda una “Mujer del Alba” y con ella, celebramos este 2 de febrero día universal de la Vida
Consagrada. Con ella, agradecemos el don de nuestra vocación, la fe que permanece, la resistencia
osada, la terca esperanza, la fecunda ofrenda de quienes reconocen que su vocación es ser en el tejido
eclesial: mística, misión y profecía.
Y con ella, las religiosas y los religiosos del Continente, nos sentimos llamados a:
BUSCAR con insistencia a nuestro Dios, hacerlo en la oración que es el vínculo que centra el
corazón, en la lectura creyente y esperanzada de la Palabra, en la inmersión gozosa de nuestra vida
en tantos “templos” existenciales y geográficos. Buscarlo en los recodos de nuestra historia y dejarnos
sorprender por Él que llega, sí, llega siempre, para repoblarnos de vida nueva.
PERMANECER como amigos de nuestro pueblo en los rincones en los que urge la buena noticia, allí
donde la vida es más vulnerable, donde se amenazan los derechos humanos, donde la democracia se
percibe más frágil y los sistemas corruptos y revestidos de consumo se jactan del poder que
invisibiliza el bien común y aniquila la vida.
GUSTAR las Presencias de Aquel que sacia nuestros anhelos, acogiéndole en medio de los
encuentros cotidianos, en el canto, la celebración y la mesa compartida a la cual nos convida para
hacernos uno en Él. Dejándonos abrazar por esa presencia que orienta nuestra travesía con el pueblo
y nos convida al gozo del anuncio; como Ana exultantes y dispuestas/os a compartir las primicias de
la acción de un Dios que siempre se abre paso.
INSISTIR en la utopía de lo comunitario, en el espíritu de la Sinodalidad y los empeños por la
reforma de lo que a fuerza de autoreferencialidad se ha hecho caduco. No desfallecer en el deseo de
transformar el corazón, las actitudes, las instituciones. Tejer redes, buscar con otras/os, abrazarnos
interculturales, arriesgarnos intercongregacionales, convertirnos pastoralmente hasta ser más y
radicalmente itinerantes, sencillamente misioneras/os, radicalmente proféticas/os.
OFRECER nuestro servicio cotidiano, como parábola del Reino y expresión de comunión. Como
la pequeña ofrenda que nos ubica en la lógica de lo germinal. Y sin descanso, ser en esta sociedad y en
esta Iglesia amenazadas de división, las/os decididos guardianes de la comunión. Las/os que
reconocen los conflictos, verbalizan las carencias, no se niegan ingenuamente la realidad, pero le
creen al Señor y por eso, propician el diálogo y el encuentro, tejen las redes y la fraterna-sororidad,
abren las puertas, ensanchan la mesa y reconocen en el Magisterio del papa Francisco un boquete de
evangelio y esperanza, a través del cual, el Espíritu se abre paso por nuestra historia.
Que María de Nazaret, la mujer que le dio plenitud a estos cinco verbos: Buscar, permanecer, gustar,
insistir, ofrecer. Nos dé la gracia de vivir con sentido, alegría y radicalidad nuestra vocación.
Cuenten hoy, con nuestra oración y cariño,