En el camino de la cincuentena pascual que nos llevará a la celebración de
Pentecostés, celebramos hoy el cuarto domingo de Pascua, domingo en el cual la liturgia de la Iglesia nos invita a reflexionar sobre un aspecto muy importante: el valor del mensaje, de la palabra que se transmite y se da a conocer a todos.
En el contexto y realidad actual del mundo, pareciera ser imposible que alguien pueda vivir sin celular, sin tener una dirección electrónica o algún vínculo con redes sociales a través de las cuales conoce y se da a conocer, inclusive a personas con las cuales jamás tendrá contacto alguno. La población ha crecido tanto que no hay otra forma de transmitir de manera efectiva un mensaje si no es empleando los diferentes medios de comunicación que son usados de manera indistinta e indiscriminada, generando cualquier tipo de reacciones que en ocasiones lesionan gravemente la integridad de las personas y grupos humanos.
Sin embargo, debemos tomar conciencia de que, por muy poderoso que sea el medio de comunicación, lo que verdaderamente importa es el mensaje, el contenido que se transmite; ya que éstos tienen un impacto especial en el que lo recibe, más si dicho mensaje está acompañado del testimonio de vida de quien lo transmite. Eso es lo que la Palabra de Dios de este domingo nos va a mostrar: que la fuerza transformadora de Jesucristo está en su palabra, en el mensaje que ha compartido a los hombres que lo acogen con inmensa fe y esperanza porque va acompañado del testimonio de vida del maestro.
Escuchábamos en el Libro de los Hechos de los Apóstoles los efectos de la predicación realizada por Pablo y Bernabé, quienes daban testimonio con sus palabras y con su vida de lo que habían aprendido de Jesús; haciendo que muchos conocieran al Señor: "la Palabra del Señor se difundió por toda aquella región" (Hch 13,49). Si bien es cierto, lo que anunciaban los apóstoles causó rechazo a algunos judíos al considerar que era en contra de sus tradiciones y creencias, el testimonio, la palabra, y el mensaje anunciado con alegría y firmeza por estos dos discípulos logró atraer de una manera fascinante a los paganos, a aquellos que lo escuchaban y no conocían al verdadero Dios. Cabe resaltar que esta predicación logró su cometido gracias al entusiasmo, al amor, al convencimiento con el cual Pablo y Bernabé proclamaban la victoria de Jesús y su presencia en medio de todos: "Los discípulos por su parte, estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo" (Hch 13,52).
Anunciar y comunicar el mensaje, la Buena Noticia, no solo implica la fría transmisión de ciertas ideas, sino que supone, como lo hizo Jesús, el conocimiento de aquellos a quien va dirigido: "mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen" (Jn 10,27). Jesús no impone el mensaje, al contrario lo propone, lo respalda con su propia vida. Él, con una forma sencilla de enseñar a través de la predicación y el testimonio, va mostrando como se construye una relación fraterna, de confianza y amor entre Dios y los seres humanos. Fruto de esta relación los creyentes nos adherimos al proyecto del Reino proclamado y anunciado por Jesús; libre y responsablemente asumimos nuestros compromisos como cristianos, como hombres y mujeres de fe convencidos de que en el Reino proclamado por Jesús encontramos sentido a nuestras vidas. Es así como comprendemos en su real valor y sentido las Palabras proclamadas por Juan en el Evangelio: "Yo les doy la vida eterna y no perecerán para siempre; nadie puede arrebatármelas" (Jn 10,28).
Como aquellos hombres y mujeres que escucharon el mensaje de los primeros
discípulos y se convirtieron al descubrir quién era el verdadero Dios; también nosotros, los que participamos en esta eucaristía, estamos llamados a escuchar atender la voz del Señor quien nos invita a conocerlo, amarlo y a seguirlo de forma libre, alegre y comprometida. Que nosotros, los cristianos católicos, no nos dejemos invadir por los mensajes que desilusionan, intranquilizar y causan zozobra en nuestra vida. Que con actitudes de fe, esperanza y amor logremos comunicar a nuestros semejantes mensajes de alegría y amor propios de quienes han reconocido en su vida la presencia viva de Jesús resucitado.
Busquemos transmitir con nuestras palabras y con nuestra vida mensajes
atractivos con contenidos que no dañen el corazón de quien nos escucha. No
permitamos que la desesperanza, la violencia y la corrupción se apoderen de nuestra vida generando ambientes familiares y sociales carentes de fe y
misericordia. Acojamos la voz del Señor porque Él bien nos conoce y sabe como su presencia en nosotros puede hacer que brille el amor misericordioso del Padre en nuestra vida. Que cuando nos vean y nos escuchen los demás puedan decir de nosotros: éstos “están llenos de gozo y del Espíritu Santo " (Hch 13,52).